En
estos días de crisis en los que vivimos, en los que vemos tambalearse el estado
del bienestar en el que tan cómodamente
estábamos instaurados, en los que pocas
cosas son ya seguras y cada día amanece incierto, en estos días de crisis en
los que vivimos, proliferan cada vez más los trastornos de ansiedad y de pánico.
Cada
vez es más habitual escuchar que tal persona o tal otra tiene crisis de
ansiedad o de pánico, y oír el relato
detallado de los familiares y amigos, que se sienten desbordados por un
problema en el que aflora la angustia más terrible e incapacitante.
Podríamos
decir que asistimos a la muerte de la
“ilusión de control” que hemos ido alimentando en nuestra sociedad
occidental, y la percepción de esta pérdida de control (que ilusoriamente
imaginábamos que poseíamos) dispara todas las alarmas de nuestro organismo en
forma de hiperventilación, aumento de la sudoración, aumento del ritmo del
latido cardíaco, hipervigilancia del entorno, tensión muscular, preocupaciones
recurrentes… eso que todos conocemos como ansiedad y que llevado al extremo se
convierte en un ataque de pánico.
En la
Gestalt entendemos que la angustia
es una sensación que habla de la existencia de una brecha entre el momento
presente y el pasado o el futuro. La
persona no puede estar en el aquí y el ahora ya que se siente presa de sus
preocupaciones, de sus miedos, de sus fantasías catastróficas sobre lo que el
futuro puede depararle. Hay una pérdida de confianza en el entorno, se percibe falta de apoyo
(basado en la comparación con el apoyo previo alucinado que ya no existe), y la
persona se repliega cada vez más retroalimentando sus miedos, haciéndolos cada
vez, y sin querer, mucho más grandes.
Y
esto puede dificultar poder vivir esta crisis como una oportunidad de
crecimiento, de replantear valores, aspiraciones, direcciones, nuevas andaduras
al fin y al cabo. Poder interiorizar este “desequilibrio, como índice de salud”, que nos invita a crecer y hacer algo distinto, algo mejor.
Así
que es muy fácil perderse en el vértigo que provoca la inseguridad, la
incerteza, perderse en la percepción de
falta de apoyo, y en última instancia acabar perdiéndose incluso en la
capacidad darse auto apoyo, y permanecer enganchado a la presencia de otro
(persona o fármaco), que nos ayude a rebajar esa sensación incómoda a veces,
angustiosa otras, que conocemos como ansiedad.
En
algunas ocasiones, la ansiedad llevada a
ese punto álgido acaba transformándose en pánico, y el miedo se puede
llegar a cronificar, iniciándose entonces un peligroso círculo vicioso de conductas
rígidas y patológicas del que es muy difícil salir, y en el que las personas
tienen la sensación de estar atrapadas.
El
miedo se va extendiendo cada vez a situaciones distintas que normalmente se tenderá a evitar, buscando
cada vez de forma más angustiosa, la ayuda de otras personas en cuya presencia
nos sentiremos más seguros, vigilados, protegidos… Como al evitar la situación
que nos provoca miedo, la ansiedad disminuye, cada vez evitaremos más y más,
haciéndose el miedo más y más grande… y como pedir ayuda constantemente además
de calmarnos temporalmente, también va creando en nuestro interior una
sensación de incapacidad para resolver nosotros mismos el problema, cada vez
confiaremos menos en nuestros propios recursos y como resultado nos volveremos
más y más dependientes de las personas cercanas de nuestro entorno. Como dije, se instauran círculos viciosos que
retroalimentan el miedo y la sensación de incapacidad propia.
Se
impone pues la necesidad de recuperar los propios recursos de afrontamiento,
esos que se creen perdidos pero que anidan en nuestro interior a la espera de
ser nuevamente puestos a prueba. Se impone así mismo, la necesidad de trabajar
la tolerancia a la incertidumbre, de reencuadrar la excitación sentida ante lo
desconocido, como una emoción positiva que posibilita descubrir nuevos límites
en nosotros mismos y crecer. El recuperar la capacidad de estar en el presente
de forma plena. Se impone en definitiva la necesidad de hacer algo distinto,
que siempre debe incluir en algún momento del tratamiento, plantarle cara a
nuestros miedos, enfrentarlos, tocarlos y vencerlos. Nadie puede hacer esto por
nosotros, ni siquiera los fármacos.
Y es
que nadie nace valeroso y por el contrario, todos nacemos con la capacidad de
sentir miedo (una emoción universal). El valor se conquista mirando al miedo a la
cara, una capacidad que poseemos también de forma universal todas las
personas.
Gracias Mayte
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